Cuentos latinoamericanos ss. XIX y XX

El almohadón de plumas

 

Horacio Quiroga
(Uruguay 1938 - Argentina 1937)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter de su marido heló sus sonadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por a calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él por su parte, la  amaba profundamente, sin darlo a conocer.
 Durante tres meses (se habían casado en abril) vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura, pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aun quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes. La joven con los ojos desmesuradamente abiertos no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó, de repente, con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán1- exclamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de un largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima.
Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores avanzaban en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala.
En el silencio agónico de la casa no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Por fin Alicia murió. La sirvienta, cuando entró después de deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor!-llamó a Jordán en voz baja- . En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras- murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántalo a la luz- le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó;  pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, temblando.
Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?- murmuró
-Pesa mucho- dijo la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó la funda y envoltura de un tajo.
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con la boca abierta, llevándose las manos a las sienes; sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca (o su trompa) a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible.
El acomodamiento diario del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

FIN
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EL TEMIDO ENEMIGO


Jorge Bucay
(Argentina 1949 - )
Había una vez, en un reino muy lejano  y perdido, un rey  al que le gustaba sentirse poderoso. Su deseo de poder no se satisfacía sólo con tenerlo, él, necesitaba además, que todos lo admiraran por ser poderoso, así como la madrastra de Blanca Nieves no le alcanzaba con verse bella, también él necesitaba mirarse en un espejo que le dijera lo poderoso que era. 
Él no tenía espejos mágicos, pero  contaba con un montón de cortesanos y sirvientes a su alrededor a quienes preguntarle si él, era el más poderoso del reino.  Invariablemente todos le decían lo mismo: 
-Alteza, eres muy poderoso, pero tú  sabes que el mago tiene un poder que nadie posee: Él, él conoce el futuro.
(En aquel tiempo, alquimistas, filósofos, pensadores, religiosos y místicos eran llamados, genéricamente “magos”). 
El rey estaba muy celoso del mago del reino pues aquel no sólo tenía fama de ser un hombre muy bueno y generoso, sino que además, el pueblo entero lo amaba, lo admiraba y festejaba que él existiera y viviera allí. 
No decían lo mismo del rey.  Quizás porque necesitaba demostrar que era él quien mandaba, el rey no era justo, ni ecuánime, y mucho menos bondadoso. 
Un día, cansado de que la gente le contara lo poderoso y querido que era el mago o motivado por esa mezcla de celos y temores que genera la envidia, el rey urdió un plan: 
Organizaría una gran fiesta a la cual invitaría al mago y después la cena, pediría la atención de todos. Llamaría al mago al centro del salón y delante de los cortesanos, le preguntaría si era cierto que sabía leer el futuro. El invitado, tendría dos posibilidades: decir que no, defraudando así la admiración de los demás, o decir que sí, confirmando el motivo de su fama. El rey estaba seguro de que escogería la segunda posibilidad.  Entonces, le pediría que le dijera la fecha en la que el mago del reino iba a morir. Éste daría una respuesta, un día cualquiera, no importaba cuál. En ese mismo momento, planeaba el rey, sacar su espada y matarlo. Conseguiría con  esto dos cosas de un solo golpe: la primera, deshacerse de su enemigo para siempre; la segunda, demostrar que el mago no había podido adelantarse al futuro, y que se había equivocado en su predicción. Se acabaría, en una sola  noche.  El  mago  y  el  mito  de  sus poderes... 
Los preparativos se iniciaron enseguida, y muy pronto el día del festejo llegó... 
...Después de la gran cena. El rey hizo pasar al mago al centro y ante el silencio de todos le preguntó: 
- ¿Es cierto que puedes leer el futuro? 
- Un poco – dijo el mago. 
- ¿Y puedes leer tu propio futuro, preguntó el rey? 
- Un poco – dijo el mago. 
- Entonces quiero que me des una prueba -  dijo el rey -  ¿Qué día morirás? ¿Cuál es la fecha de tu muerte? 
El mago se sonrió, lo miró a los ojos y no contestó. 
- ¿Qué pasa mago? -  dijo el rey sonriente -¿No lo sabes?...  ¿no es cierto que puedes ver el futuro? 
- No es eso -  dijo el mago  -  pero lo que sé, no me animo a decírtelo. 
- ¿Cómo que no te animas?-  dijo el rey-... Yo soy tu soberano y te ordeno que me lo digas. Debes darte cuenta de que es muy importante para el reino, saber cuándo perdemos a sus personajes  más eminentes... Contéstame pues, ¿cuándo morirá el mago del reino? 
Luego de un tenso silencio, el mago lo miró y dijo: 
- No puedo precisarte la fecha, pero sé que el mago morirá exactamente un día antes que el rey... 
Durante unos instantes, el tiempo se congeló. Un murmullo corrió por entre los invitados. 
El rey siempre había dicho que no creía en los magos ni en las adivinaciones, pero lo cierto es que no se animó a matar al mago.  Lentamente el soberano bajó los brazos y se quedó en silencio...  Los pensamientos se agolpaban en su cabeza.  Se dio cuenta de que se había equivocado.  Su odio había sido el peor consejero. 
- Alteza, te has puesto pálido. ¿Qué te sucede? – preguntó el invitado. 
- Me siento mal  - contestó el monarca – voy a ir a mi cuarto, te agradezco que hayas venido. 
Y con un gesto confuso giró en silencio encaminándose a sus habitaciones... 
El mago era astuto, había dado la única respuesta que evitaría su muerte. 
¿Habría leído su mente?  La predicción no podía ser cierta. Pero... ¿Y si lo fuera?...  Estaba aturdido. 
Se le ocurrió que sería trágico que le pasara algo al mago camino a su casa. El rey volvió sobre sus pasos, y dijo en voz alta: 
- Mago, eres famoso en el reino por tu sabiduría, te ruego que pases esta noche en el palacio pues debo consultarte por la mañana sobre algunas decisiones reales. 
- ¡Majestad! Será un gran honor... – dijo el invitado con una reverencia. 
El rey dio órdenes a sus guardias personales para que acompañaran al mago hasta las habitaciones de huéspedes en el palacio y para que custodiasen  su puerta asegurándose de que nada pasara... 
Esa noche el soberano no pudo conciliar el sueño. Estuvo muy inquieto pensando qué pasaría si el mago le hubiera caído mal la comida, o si se hubiera hecho daño accidentalmente durante la noche, o si, simplemente, le hubiera llegado su hora. 
Bien temprano en la mañana el rey golpeó en las habitaciones de su invitado.  Él nunca en su vida había pensado en  consultar ninguna de sus decisiones, pero  esta  vez,  en  cuánto  el mago  lo  recibió,  hizo  la  pregunta...  necesitaba  una excusa.  Y el mago, que era un sabio, le dio una respuesta correcta, creativa y justa. 
El rey, casi sin escuchar la respuesta alabó a su huésped por su inteligencia y le pidió que se quedara un día más, supuestamente, para “consultarle” otro asunto... (Obviamente, el rey sólo quería asegurarse de que nada le pasara).  El mago – que gozaba de la libertad  que sólo conquistan los iluminados – aceptó... 
Desde entonces todos los días, por la mañana o por la tarde, el rey iba hasta las habitaciones del mago para consultarlo y lo comprometía para una nueva consulta al día siguiente.  No pasó mucho tiempo antes de que el rey se diera cuenta de que los consejos de su nuevo asesor eran siempre acertados y terminara, casi sin notarlo, teniéndolos en cuenta en cada una de las decisiones.  Pasaron los meses y luego los años.  Y como siempre... estar cerca del que sabe vuelve el que no sabe, más sabio.
 Así fue: el rey poco a poco se fue volviendo más y más justo.  Ya no era despótico ni autoritario. Dejó de necesitar sentirse poderoso, y seguramente por ello dejó de necesitar demostrar su poder.  Empezó a aprender que la humildad  también podía ser ventajosa empezó a reinar de una manera más sabia y bondadosa.  Y sucedió que su pueblo empezó a quererlo, como nunca  lo había querido antes.  El rey ya no iba a ver al mago investigando por su salud, iba realmente para aprender, para compartir una decisión o  simplemente para charlar, porque el rey y el mago habían llegado a ser excelentes amigos. 
Un día, a más de cuatro años de aquella cena, y sin motivo, el rey recordó.  Recordó aquel plan aquel plan que alguna vez urdió para matar a este su entonces más odiado enemigo  y sé dio cuenta que no podía seguir manteniendo este secreto sin sentirse un hipócrita. El rey tomó coraje y fue hasta la habitación del mago. Golpeó la puerta y apenas entró le dijo: 
- Hermano, tengo algo que contarte que me oprime el pecho 
- Dime – dijo el mago – y alivia tu corazón. 
- Aquella noche, cuando te invité a cenar y te pregunté sobre tu muerte, yo no quería en realidad saber sobre tu futuro, planeaba matarte y frente a cualquier cosa que me dijeras, porque quería que tu muerte inesperada desmitificara para siempre tu fama de adivino. Te odiaba porque todos te amaban... Estoy tan avergonzado...  - Aquella noche no me animé a matarte y ahora que somos amigos, y más que amigos, hermanos, me aterra pensar lo que hubiera perdido si lo hubiese hecho. 
Hoy he sentido que no puedo seguir ocultándote mi infamia. Necesité decirte todo esto para que tú me perdones o me desprecies, pero sin ocultamientos. 
El mago lo miró y le dijo: 
 - Has tardado mucho tiempo en poder decírmelo. Pero de todas maneras, me alegra que lo hayas hecho, porque esto es lo único que me permitirá decirte que ya lo sabía.  Cuando me hiciste la pregunta y bajaste tu mano sobre el puño de tu espada, fue tan clara tu intención, que no hacía falta adivino para darse cuenta de lo que pensabas  hacer,  -  el  mago  sonrió  y  puso su mano en el hombro del rey. – Como justo pago a tu sinceridad, debo decirte que yo también te mentí... Te confieso hoy  que inventé esa absurda historia de mi muerte antes de la tuya para darte una lección. Una lección que recién hoy estás en condiciones de aprender,  quizás la más importante cosa que yo te haya enseñado nunca. 
Vamos por el mundo odiando y rechazando aspectos de los otros y hasta de nosotros mismos que creemos despreciables, amenazantes o inútiles... y sin embargo, si nos damos tiempo, terminaremos dándonos cuenta de lo mucho que nos costaría vivir sin aquellas cosas que en un momento rechazamos. 
Tu muerte, querido amigo, llegará justo,  justo  el  día  de  tu  muerte,  y  ni  un minuto antes. Es importante que sepas que yo estoy viejo, y que mi día seguramente se acerca. No hay ninguna razón para pensar que tu partida deba estar atada a la mía. Son nuestras vidas las que se han ligado, no nuestras muertes. 
El rey y el mago se abrazaron y festejaron brindando por la confianza que cada uno sentía en esta relación que habían sabido construir juntos... 
Cuenta la leyenda... que misteriosamente...  esa misma noche... el mago... murió durante el sueño. 
El  rey  se  enteró  de  la  mala  noticia  a la mañana siguiente... y se sintió desolado.  No estaba angustiado por la idea de  su propia muerte, había aprendido del mago a desapegarse hasta de su permanencia en el mundo.  Estaba triste, simplemente por la muerte de su amigo.  ¿Qué coincidencia extraña había hecho que el rey pudiera contarle esto al mago justo la noche anterior a su muerte? Tal vez, tal vez de alguna manera desconocida el mago había hecho que él pudiera decirle esto para quitarle su fantasía de morirse un día después.  Un último acto de amor para librarlo de sus temores de otros tiempos... 
Cuentan que el rey se levantó y que con sus propias manos cavó en el jardín, bajo su ventana, una tumba para su amigo, el mago.  Enterró allí su cuerpo y el resto del día se quedó al lado del montículo de tierra, llorando como se llora ante la pérdida de los seres queridos.  Y recién entrada la noche, el rey volvió a su habitación. 
Cuenta la leyenda... que esa misma noche... veinticuatro horas después de la muerte del mago, el rey  murió en su lecho mientras dormía... quizás de casualidad... quizás de dolor... quizás para confirmar la última enseñanza del maestro.


FIN



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¡Diles que no me maten!
[Cuento. Texto completo]

Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN



EL PORTERO DEL PROSTIBULO
Jorge Bucay
No había en el pueblo un oficio peor conceptuado y peor pago que el de portero del prostíbulo. Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre?  De hecho, nunca había aprendido a leer  ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque sus padres había sido portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre.  Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos. 
Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio.  Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones. 
Al portero, le dijo: A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes.  El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero..... 
Me encantaría satisfacerlo, señor - balbuceó - pero  yo... yo no sé leer ni escribir. 
¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto... 
Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo... 
No lo dejó terminar.  Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte.  Y sin más, se dio vuelta y se fue.
El hombre sintió que el mundo se  derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a sí casa, por primera vez desocupado. ¿Qué hacer?  Recordó que a veces en el prostíbulo, cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo.  Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada.  Tenía que comprar una caja de herramientas completa.  Para eso usaría una parte del dinero recibido. 
En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debía viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra.  ¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha. 
A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino. 
Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme.  Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar... como   me quedé sin empleo... 
Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano. 
Está bien. 
A  la  mañana  siguiente,  como  había  prometido,  el  vecino  tocó  la  puerta.  Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende? 
No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula. 
Hagamos un trato - dijo el vecino- Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?. 
Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días...  Aceptó. Volvió a montar su mula.  Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa. 
Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo? 
Sí... 
Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatros días deviaje, y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras. 
El  ex  -  portero  abrió  su  caja  de  herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue. 
"...No todos disponemos de cuatro días para compras", recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas.  En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo de viajes.  La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje
Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes.  Pronto entendió que si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero. Alquiló un galpón.  Luego le hizo una entrada más cómoda y algunas semanas después con una vidriera, el galpón se transformó en la primer ferretería del pueblo.  Todos estaban contentos y compraban en  su negocio. Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente.  Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha. 
Un día se le ocurrió que su amigo, el  tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? Las tenazas... y  las pinzas... y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos..... 
Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo  en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región.  Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo de las clases, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñaría además de lectoescritura, las artes y loas oficios más prácticos de la época.  El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo:  Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primer hoja del libro de actas de la nueva escuela. 
El honor sería para mí - dijo el hombre -. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto. 
¿Usted? - dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo - ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio  industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto, ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir? 
Yo se lo puedo contestar - respondió el hombre con calma -. Si yo hubiera sabido leer y escribir... sería portero del prostíbulo!. 
FIN



Tiempo libre

Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me ha importado ensuciármelos  con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi sillón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterarme de que un jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encontré más tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda calma y, ya tranquilo regresé al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al año, me tallé con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador, pero el intento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más preocupado que molesto, llamé al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera. Después, llamé a las oficinas del periódico para elevar mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, apeñuscadas, como una inquieta multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de entrada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado bocarriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras-hormiga que ahora ocupaban todo mi cuerpo, había  una que otra fotografía. Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me cargó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.
Guillermo Sampeiro,
Miedo ambiente y otros miedos,
(Lecturas Mexicanas, Segunda Serie, 38), México, 1986
  




El clis de sol
Manuel González Zeledón. (Magón)

            No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla que juzgo una acción criminal el no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece.
            Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.
            Ñor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad, como nacidas de una sola “camada” como él dice, llamadas María Dolores y María del Pilar, ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si fueran “imágenes”, según la experiencia de ñor Cornelio. Contrastaba notablemente la belleza infantil de las gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisonómicos de ñor Cornelio, feo si los hay, moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se me ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la peluda mano y contestó:
            -Pos yo soy el tata, más que sea feo el dicilo. No se parecen a yo,  pero es que la mama no es tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.
            -Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las chiquillas?
            -No, ñor en toda la familia no ha habido ninguna gata ni canelo; todos hemos sido acholados.
            -Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores?
El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén.
            -¿De qué se ríe, ñor Cornelio?
            -¿Pos no había de rirme, don Magón, cuando veo que un probe inorante como yo, un campiruso pion, sabe más que un hombre como usté que todos dicen qu’es tan sabido, tan leido y que hasta hace leyes onde el Presidente con los menistros?
            -A ver, explíqueme eso.
            -Ora verá lo que jue.
Ñor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobado, dio un trozo a cada chiquilla, arrimó un taburete, en el que se dejó caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo, restregó con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la chaqueta y principió su explicación en estos términos:
            -Usté sabe que ora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol en que se oscureció el sol en todo el medio; bueno, pues, como unos veinte días antes, Lina mi mujer, salió habilitada de esas chiquillas. Dende ese entonces le cogió un desasosiego tan grande que aquello era cajeta: no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba de al solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no había descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella había sido siempre muy antojada en todos los partos. Vea, cuando nació el mayor jue lo mesmo; con que una noche mi dispertó  tarde de la noche y m’hizo ir a buscarle cojoyos de cirguelo. Pior era que juera a nacer la criatura con la boca abierta. Le truje los cojoyos; endespués fueron otros antojos, pero nunca la llegué a ver tan desosegada como con estas chiquitas. Pos ora verá, como l’iba diciendo, le cogió por ver pal cielo día y noche, y el día del clis de sol, qu’estaba yo en la montaña apiando un palo pa un eleje, es qu’estuvo ispiando el sol en el breñadito del cerco dende buena mañana.
-Pa no cansalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchchitas estas. No le niego que yo se m’hizo cuesta arriba el velas tan canelas y tan gatas, pero dende entonces parece que hubieran traído la bendición de Dios. La maestra me las quiere y les cuece la ropa, el Político les da sus cinco, el Cura me las pide pa paralas con naguas de puros linotes y lentejuelas en el altar pal Corpus y, pa los días de la Semana Santa, las sacan en la procesión arrimadas al Nazareno y al Santo Sepulcro; pa la Nochebuena las mudan con muy bonitos vestidos y las poneen en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los costos son de bolsa de los mantenedores, y siempre les dan su medio escudo, gu bien su papel de a peso gu otra buena regalía. ¡Bendito sea mi Dios que las jue a sacar pa su servicio de un tata tan feo como yo…! Lina hasta que está culeca con sus chiquillas, y dionde que aguanta que no se las alabanceen. Ya ha tenido sus buenos pleitos con curtidas del vecindario por las malvadas gatas.
            Interrumpí a ñor Cornelio temeroso de que el panegírico no tuviera fin, y lo hice volver al carril abandonado.
            -Bien, ¿pero idiái?
            -¿Idiái qué? ¿Pos no ve que jue por ver ispiao la mama el clis de sol por lo que son canelas? ¿Usté no sabía eso?
            -No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna instrucción.
            -Pa qué engañalo, don Magón. Yo no juí el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un mestro italiano que hizo la torre de la iglesia, de la villa: un hombre gato, pelo colorao, muy blanco y muy maciso que come en casa dende hace cuatro años?
            -No, ñor Cornelio.
            -Pos jue el que m’explicó la cosa del clis de sol.



FIN